Esta noche
siento el peso del mundo en mis hombros:
el dolor, la amargura,
y esa batalla a muerte
entre vencer y dejarse vencer,
de los siglos por los que ha pasado mi vida.
Aunque no lo recuerde,
aunque ya no crea en vidas pasadas,
sé que un dolor milenario respira dentro de mí.
Busco entre mis libros
uno que me acoja,
que me comprenda
que parezca existir por mí y para mí.
Después intento escribir,
como el agua que, en la oscuridad de la noche,
trata de replicar
el hechizo del brillo de la luna
que se mece sobre su cuerpo.
Así es mi expresión:
imperfecta,
como el disco lunar distorsionado
en las ondas que serpentean en el agua.
Mis poemas
y las voces de mi alma,
que quisiera vestir
con los pulcros atavíos de la literatura,
se presentan en cambio
con los andrajos de mi torpeza.
No se parecen a lo que leo;
y aun así los entrego,
porque aunque me avergüencen,
me pertenecen.
Este soy yo:
desnudándome,
dejando a un lado la carga que me atormenta,
confesando, para descanso de mi espíritu,
que me encanta lo que leo
pero no me satisface lo que escribo.
Y no lo niego por modestia fingida
ni por patético pesimismo,
sino porque no alcanza
lo que anhelo, lo que aspiro.
En esta mística tarea
soy un niño que ensaya, con pasos torpes,
el andar cadencioso de los grandes.
Y aunque no lo parezca,
al decirlo me libero:
me acepto
y me perdono las líricas profanaciones
y digo —hasta mañana, o hasta siempre—.
Pero ahora,
esta noche,
a pesar del peso del mundo sobre mis hombros,
no siento la necesidad de rendirme
ante un derrotista “hasta nunca”.