Querida:
Reconozco mi derrota ante la
evidencia del daño que te he causado, y por tanto, no pretendo socorrer mi
inocencia sino expiar mi culpa con el castigo de la verdad.
De un modo humano, ruin y
vergonzoso como solo la imperfección de mi humanidad puede perpetrar, destrocé
la ilusión inmemorial de la felicidad del amor que la vida y tu bondad hicieron
crecer en tu corazón. ¿Y qué puedo alegar? No puedo ni quiero pues encuentro
mayor solaz en el escozor de mi corazón arrepentido que en un perdón
conquistado con engaños.
Y ciertamente, hasta ahora todo
te parece una mentira. Las promesas de reconquista, las promesas de enmienda,
las promesas de eterna devoción. Todo hasta ahora ha sido un paraíso de oropel, y
no te queda nada en que creer.
No obstante, allá en el más
oscuro rincón de mi alma una lánguida luz se aferra a su último aliento, y con
ella pretendo iluminar nuestro futuro pues la luz que hasta ahora me sostiene
en pie en esta derrota es la sinceridad con que te imploro otra oportunidad. No
porque la merezca sino porque la necesito. No porque sea egoísta y busque mi
felicidad (retenerte) sino por responsabilidad pues creo (vale más que aun creo
en mi porque nadie más lo hará) que te debo una dicha labrada con mis manos,
con mis buenas acciones, con la consagración de mi existencia. Una dicha
atendida en el día a día como una planta exquisita.
Y aunque ahora, cansada de
promesas (falsas promesas pensarás en tus adentros), podrías decretar que nunca
más has de creer, ten la tranquilidad de que esto no tal. No es un promesa sino una súplica desesperada.
Y no soy yo (el hombre) quien
habla sino el niño de nobles sentimientos que habita en alguna parte de mi ser,
el niño que con la misma intensidad que monta un berrinche se arroja al suelo
llorando compungido por el dolor causado al ángel de sus amores. No es el
hombre mortal e imperfecto quien habla sino la semilla divina, el germen del
bien que aún bulle dentro de mí, esa tenue luz que los vientos adversos
amenazan extinguir.
Esta, pues, es la verdad; que
esta carta contiene mi última esperanza para vivir o morir (y no es un
dramatismo porque, ¿qué muerte es peor sino la del alma?), y con ella pongo en
tus manos el destino de mi vida. Por tanto, nunca fue mejor dicho “siempre tuyo”.
—Bayardo de Campoluna—