miércoles, 26 de febrero de 2014

La insoportable saciedad del vacio

Pueden ustedes llamarme como quieran. Soy un don nadie nacido bajo el signo de piscis: un signo de soñadores melancólicos con muchas ilusiones frustradas. Soy hijo único. Por tanto, al irme de este mundo no quedará nada de mí excepto esta historia.
No tengo muchas cosas que decir; y lo que ahora escribo es lo mismo de principio a fin pero con cierta cantidad de detalles cuyo propósito es aliviar mi alma.
Nunca conocí a mi madre. Ella se marchó de casa cuando yo era tan solo un niño de ocho meses. Todo mi respaldo en la vida fue mi padre y él siempre soñó con verme casado, encabezando una familia feliz. Sin embargo, los sueños no siempre se cumplen.
No soy psicólogo pero sospecho que el abandono de mi madre fue el origen de mi desgracia con las mujeres. Ustedes dirán que estoy loco y que exagero: para ustedes es fácil puesto que siempre han tenido todo.
Pero no le guardo rencor a mi madre. Es más, la perdoné antes de saber que moralmente tenía el derecho a reprocharle cualquier cosa. Y lo hice porque muy pronto en mi vida descubrí que no hay nada mejor y más bello que la mujer.
La primera dama que me hechizó con su encanto no era guapa en realidad, pero era una de las pocas chiquillas de mi aldea que podían tener más o menos mi edad. Así que sin saber cómo me enamoré de ella. No obstante, ella no estaba para amores y mis intentos por acercarme hicieron que me rechazara, y que transmitiera su malestar para conmigo a las otras niñas de la aldea y algunas de la escuela. Entonces yo era tan pequeño que no me importó. Pero en quinto grado ya era lo suficiente mayor para sentir coraje y cada vez que una muchacha, como todas, quizás para no sentirse inferior a las demás, me rechazaba, yo buscaba con quien provocar sus celos y demostrarle que no era la única. Pero por lo general, el refugio que había escogido también se tornaba hostil y no quedaba para mi amor un solo rincón donde sentirse bienvenido.
Y la lucha se repitió constantemente hasta la adolescencia cuando empezaron a surgir algunas doncellas que algo debieron ver en mí porque sin que yo las buscara, ellas se acercaban y se entregaban por entero y sin condición aparente. Sin embargo yo no estaba acostumbrado a sus embelesos ni quería acostumbrarme por lo que actuaba como si nada y aquellas mujeres no recibían ni amor ni amistad: sólo placer.
Entonces se corrió la voz entre las mujeres de todas las edades y condiciones, de que conmigo no había ataduras de ninguna clase. Y que mi probada discreción garantizaba una aventura libre de consecuencias desastrosas. Que yo era una especie de amante perfecto.
Cuando lo supe me sentí halagado. Pero una de aquellas insensatas me bajó de la nube gritándome en la cara que yo era el amante perfecto por el simple hecho de que nadie creería que ellas se acostaban conmigo. No sé por qué: sin ser feo ni tonto, al parecer todo el mundo daba por hecho que nadie pondría los ojos en mí.
El día de la graduación fui el único que no llevó novia ni esposa. A pesar de haber buscado entre mis amigas y amantes ocasionales quien me acompañase, todas dijeron tener llena su agenda y no podían compartir uno de los días más importantes de mi vida. Yo lo interpreté como que ninguna estaba dispuesta a sacrificar su imagen pública al lado de un looser como yo.
Fue un día sombrío. Me sentí indignado viendo como desde temprano el teléfono no paró de sonar por las llamadas de aquellas cínicas de vientres voraces y corazones vacíos que me deseaban felicidades, y prometían agasajarme tan pronto nos encontráramos. Yo juré vengarme: cuando nos viéramos las trataría con la mayor vileza que mi dolor pudiera concebir. «Serán, más que nunca; carne de abyección», pensé.
Y mis pensamientos me llevaron por los abismos de la locura interior en la que maquinaba humillarlas sexualmente, satisfaciéndome con ellas como quien se desahoga en un retrete sin detenerse a pensar en nada más que terminar. Y de este delirio pueril mis emociones degeneraron en un rencor sordo y atroz haciéndome desear llevarlas a un lugar apartado como los que su búsqueda de discreción las hacia preferir y ahí acabar con su existencia para que algún día fuesen encontradas en el desamparo de la muerte, como lo que eran, mujeres traidoras e hipócritas, inertes en un cuarto de hotel cual mujerzuelas asesinadas por sus proxenetas; (y me veía a mí mismo sobre ellas, estrangulándolas con mis manos, mirándolas a los ojos, percibiendo en ellos la súplica de frenar la tortura de mis garras, preguntándose por qué estaba sucediendo aquello, buscando en su memoria algún motivo, sin imaginar que día a día, con sus gemidos y arrebatos de lujuria ellas se llevaban en sus entrañas mi dignidad negada por los dioses, después de lo cual yo no era nada para ellas hasta que el deseo volvía a picarles en algún escondrijo de su intimidad.) Y me espanté ante aquellos sentimientos porque yo nunca los había sentido. Con o sin amor, para mí, las mujeres siempre habían sido la máxima creación divina y en todo lo que hicieran me habían dado algo sí. Entonces decidí que lo mejor era tomar lo que me dieran sin ilusionarme ni esperar nada más que el sudor de sus cuerpos, la presión de muslos y los ahogos de su alma.
Por tanto debía ensanchar el número de mis conquistas para no sentirme solo entre un encuentro y otro. Y decidí poner en venta todos los bienes heredados de mi padre para juntar fortuna y recorrer el edén en busca de mujeres, ya no anhelando encontrar una que me amara sino todas cuantas pudiera. Así recorrí el mundo, frecuentando bares, iglesias y escuelas. Todo lugar donde hubiera mujeres era mi hogar y la vida se me fue de cama en cama y de piel en piel; conociendo las culturas de la tierra a través del comportamiento femenino. Y fueron días intensos en un periplo extenuante que me hizo perder la noción del tiempo y nada importaba más que la búsqueda de aquello que seguía faltando en mi corazón. Sin embargo, durante mi viaje alrededor del mundo conocí mujeres que me hicieron considerar quedarme a su lado pero nunca lo hice por temor a que mientras yo intentaba montar campamento en sus vidas, ellas recogieran sus bártulos y me dejaran solo como perro abandonado. Pero hubo una en especial, una encantadora joven de mejillas rosadas y labios mimosos que me invitó a su vida; y estaba dispuesta a apostar su juventud a mi favor, compensando los quince años de diferencia con su amor divino; pero ella y yo no pensábamos igual. Ella miraba hacia delante y yo miraba hacia el pasado. Ella miraba nuestra vida juntos rodeados del amor de hijos y nietos mientras yo recordaba a aquellas sedientas esposas jóvenes casadas con señores ancianos que buscaban consuelo en mi cama y sospeché que alguna vez, tal vez no entonces ni en los diez o quince años venideros, ella también encontraría un Ismael dispuesto a dedicarle el servicio que yo le había brindado a otras. Llegué a quererla tanto que el sólo imaginar aquello me hizo estremecer. Entonces me alejé de ella y seguí mi camino ocupado en la persecución de algo que llenara el vacío de mi vida. Y así fueron pasando los años en una absurda búsqueda aquello que siempre tuve y nunca pude reconocer, hasta ahora que yazgo postrado en esta cama donde me propongo morir y ser encontrado algún día en el abandono de la muerte.