martes, 28 de enero de 2014

El eterno fantasma de la duda

Mi madre y yo siempre fuimos amigos. El hecho de haber sido su único hijo, y de haber vivido solos toda la vida, fortaleció nuestra relación por lo que terminamos siendo mejores amigos.
Nuestra vida fueron dos ciclos: uno en el que ella me cuidaba y daba la vida por mí, y el otro en el que yo hice lo mismo por ella hasta el día de su muerte.
Los últimos días de su vida fueron dramáticos y desgarradores. Su amor de madre le hacía suplicarme que me marchara, que la dejara sola; fingiendo una mejoría que su semblante no aparentaba; y cuando los ataques de asma y dolor la embestían solía evocar momentos divertidos, o contar chistes que la hacían carcajear. Su intención era escamotear sus ahogos debajo de las risas.
Una vez se lo reproché. Le dije que sus intentos me parecían infantiles; y que esa niñería se convertía en terquedad innecesaria, nacida de un pudor u orgullo sin fundamento, pues yo, siendo su hijo, estaba en el deber de cuidarla; y que lo haría con el mayor de los gustos.
—Ni lo uno ni lo otro, querido —me dijo—: es amor de madre.
Me sentí desarmado. Y me remató con una sonrisa en sus labios y una mirada amorosa.
Entonces con la voz quebrada le dije que la amaba. Y le propuse un trato:
—No me mienta: yo tengo que cuidarla porque la quiero y si usted de verdad me ama debe permitírmelo; ¿o acaso desea morir?
Hubo un breve silencio porque los dos sabíamos su final era inevitable y ya estaba a las puertas.
Desde aquel momento cuidarla fue más fácil. Por ese tiempo le dio por contarme anécdotas de su vida. Todo tipo de anécdotas, contadas con una voz grave, susurrando la historia de su vida como si la relatara para sí misma; siempre con la mirada perdida en el horizonte, contemplando el atardecer que de unos días a la fecha venia suplicando ver todos los días.
Por tanto fueron los atardeceres rojizos, emplumados de nubes doradas los que me hicieron extrañarla sobremanera cuando ya ella se había ido de este mundo; y era a la sombra del ocaso cuando más grande me resultaba su ausencia. Una tarde de aquellas, cuando su ausencia desbordó mi existencia, decidí ir a buscarla al cementerio, arrastrándome con mi alma apesarada hasta su tumba, gimoteando cabizbajo, y solo hasta llegar a su tumba mi alma encontró consuelo. Y lo encontró porque tan pronto me planté frente a su tumba entablé un monólogo plagado de sollozos, imaginaria conversación amena con mi madre, preguntándole si acaso había algo que no me hubiera contando en sus tardes de retrospectiva; y como no recibí respuesta audible fui yo quien le relató a ella lo que imaginaba había sido su vida en ciertas épocas, que no habían sido mencionadas en su recuento. Y seguí conversando con ella por el resto de la tarde, hasta que la vida quedó expuesta y relatada por nosotros y ya no quedó más que decir. Entonces me tendí sobre su tumba, soñando que me arrullaban sus brazos. Solo entonces ella me habló cosas que aún permanecen confusas en mi mente porque al despertar no pude recordar nada.
Cuando abrí los ojos ya era tarde, la oscuridad que reinaba a mí alrededor era casi tan densa que no podía ver más allá de “un tiro de piedra” y el silencio era aterrador. Era un silencio tan inquieto que daba miedo. Y fue mayor al descubrir que mis manos estaban juntas con los dedos entrelazados, como las tuvo mi madre cuando la colocamos en el ataúd. Entonces me acordé de ella. Y sufrí al contemplar la soledad y abandono en que se encontraba su cuerpo. Y una vez más lloré por ella, lloré sobre su tumba, aferrándome a su lápida, magreando entre mis manos pétalos de flores y hierba, sin poder hacer nada para calmar aquel deseo imperioso de llevarme a mi madre a casa porque no deseaba dejarla sola en aquella noche tenebrosa, tan muda y macabra.
—No se puede —dijo una voz atrás de mí, como si adivinara lo que pasaba por mi mente y se anidaba en mi alma.
Entonces el corazón me dio un brinco desbocado y empezó a latir acelerado; y en menos de lo que toma leer la palabra “miedo” pasaron por mi mente una infinidad de pensamientos que clasificaron aquella voz como la de un panteonero que disfruta su trabajo, o como la de un intruso saqueador de tumbas, o incluso la de un fantasma sincero y frio diciéndome la amarga verdad de la imposibilidad de la convivencia entre vivos y muertos.
Entonces al voltearme, mis ojos se toparon con la imagen de un anciano que caminaba vestido con ropas de color claro; blancas quizás, arrastrando sus pasos sin hacer ruido y con la mirada fija hacia adelante, dejando un pútrido aroma a su paso…
—Buenas noches —dije, sintiéndome avergonzado porque me había escuchado llorar como un niño, y aterrado por la imagen que proyectaba su presencia.
El anciano se detuvo por un breve momento y cuando yo estaba a punto de volver a lo mío, escuché su voz grave, como la de mi madre cuando me contaba las anécdotas de su vida:
—Ya regreso.
Una vez más tuve miedo y sentí como todos los vellos de cuerpo se erizaron.
“Es mejor que me vaya”, pensé. Y me volví hacia la tumba de mi madre para despedirme. Cuando volví la mirada hacia el camino por donde el anciano caminaba vi que él ya no estaba. Así que me sentí más seguro de tomar el mismo sendero. Cuando ya lograba vislumbrar la sombra de la puerta principal del cementerio, el mismo anciano volvió a aparecer ante mis ojos pero más cerca que antes. Entonces lo vi caminar con los pies sobre la tierra como caminan los mortales, y tuve valor de hablarle con la intención de contarle la divertida ocurrencia de haber creído que era un fantasma.
—Se me hizo tarde — dije.
El anciano no respondió y solo se detuvo un poco para luego reanudar su camino. Consideré oportuno un nuevo intento de conversación y nada mejor que el morbo del temor popular a los cementerios: — ¿No le da miedo andar por el cementerio a esta hora?
Solo entonces el anciano me dio una respuesta que dio por terminado mi deseo de platicar: —Solo un poco, cuando estaba vivo; pero ahora ya no.

NOTA
Relato escrito como ejercicio del mes para el grupo Adictos a la Escritura. Esta es una adaptación literaria de una de las leyendas urbanas mas contadas en Honduras. Si alguna vez vienen a Honduras, pregunten a quien le sucedió lo que en este relato se describe y no faltara quien les narre una historia diferente pero con el mismo desenlace...